De los moradores nativos de La Aurora, parroquia satélite del cantón Daule, quedan muy pocos; el avance de las ciudadelas les ha reducido al mínimo sus espacios de vida.
Felícita Véliz (Las Maravillas, 75 años) ya perdió la cuenta de todas las veces que ha tenido que despertarse por la vibración que causan los carros pesados que transitan a pocos metros de su casa. Aunque ella tiene sus horarios para dormir, ellos no.
Algo contrariada -su deteriorada salud también abona al malestar-, sentada en una silla hecha por su difunto esposo Rómulo, asegura que no siempre tuvo esos sobresaltos. Esto empezó cuando las ciudadelas comenzaron a construirse por el sector de La Aurora (Daule), hace ya más de treinta años.
Conecta sus ojos con el horizonte montañoso y luego desciende hasta los techos verdes de sus vecinos. Suspira como si le pidiera permiso al cuerpo y asegura que «nada de esto era así, no había nada de lo que usted ve a su alrededor: el único ruido que había era el de los garrapateros, el de las vacas o los caballos».
Sus manos flacas se agarran entre sí y, por un momento, se aleja todavía más del tiempo presente. Quisiera contar todo lo que le ha pasado desde niña, pero la memoria le flaquea.
«Esto era parte de la hacienda La María, también había otras haciendas por aquí, la mayoría eran ganaderas y arroceras. Daule siempre ha tenido arroz, pero lo que ahora tiene es puro cemento y centros comerciales».
En La Aurora quedan antiguos moradores que se resisten a marcharse. Algunas de estas rústicas casas están junto a las urbanizaciones. Foto: Jorge Ampuerto para Conexión Noticias Ec
SE NIEGAN A MARCHARSE
Doña Felícita vive con sus tres hijos varones, Juan, Rómulo y Patricio Gómez, todos solteros y dedicados a las labores agrícolas, su único medio de subsistencia de toda la vida.
Como buenos campesinos, se levantan antes de que aclare el día. Metidos cada uno en sus labores, apenas se los ve deambular detrás de los corrales, ya atendiendo las pocas vacas, ya ordenando los utensilios de labranza, ya planificando el trabajo para el resto de la jornada.
Tal cual lo asegura doña Felícita, la tierra tiembla de vez en cuando. El humo de los carros se cuela por las rendijas de caña de su casa, herencia de su esposo. Él falleció hace 10 años dispuesto a no dejarse vencer por la tentación de vender a buen precio su terruño en la parroquia La Aurora. «El Rómulo nunca quiso vender nada y los hijos lo apoyaron. A mí tampoco me gusta la idea, peor ahora que ya estoy más del otro lado. Allá los muchachos que vean lo que les conviene. Yo ya no me meto en eso. Aquí me he de morir«.
En varias ocasiones, hasta la casa de doña Felícita han llegado ejecutivos de bienes raíces dispuestos a seducirla con grandes cantidades con tal de que venda su terreno en esta parroquia de Daule. Una vez le ofrecieron hasta “200.000 sucres» (dólares), pero ella se mantuvo firme en su decisión de quedarse allí, así quedara encerrada por los cuatro costados.
Y poco falta para que sea así. Las murallas de las ciudadelas la tienen sitiada, con una sola vista disponible: la que da a la avenida que conecta con la vía a Salitre.
En la parte de enfrente vive Luis Plúas que, aunque no es propietario sino guardián, sabe muy bien la historia de ese sector. En especial porque su casa queda justo en la parte de atrás de una de las etapas de Villa Club, de la parroquia La Aurora
Luego de prevenir con la clásica “cuidado con la perra, que está preñada”, cuenta que “tengo entendido que esto se llamaba San Enrique y como todas las haciendas era arrocera y ganadera. Yo solo cuido, esta propiedad es de don Gregorio Antepara, quien, como usted ve, se ha quedado solito, solo hay dos casitas”.
Afuera de la casa de Plúas, cerca de un estero de agua turbia, se ve una bomba de riego pero está inservible. Esto indica que no hay labores agrícolas en este punto de la parroquia La Aurora.
“Antes tenía un chiquerito, pero los vecinos de la ciudadela se quejaron por los malos olores y tuve que suspender la crianza de los animalitos”, relata Plúas, nacido en Nobol y con la piel a la intemperie, a merced del viento y del sol.
Algunos de quienes han vivido en La Aurora toda su vida recibieron propuestas para vender sus tierras, pero se niegan a irse. Desean morir aquí. Foto: Jorge Ampuero para Conexión Noticias Ec
“DE AQUÍ NADIE ME SACA”
Otra de las personas que se niega a salir del sector es José Gorostiza, oriundo de Limonal, también en Daule. Su casa y su terreno, que colinda con el propio río Daule, llaman la atención por el contraste que brinda al quedar encerrado por la curva que forma uno de los accesos del puente que se construyó para descongestionar el tráfico hacia Guayaquil.
A su alrededor existen una gasolinera, un centro comercial (River Plaza), una plaza (La Joya) con decenas de locales comerciales y almacenes; un puente, colegios y cinco ciudadelas: Volare, La Joya, La Rioja, Villa Italia y Villa Club, esta última un poco más alejada.
En cambio, puertas adentro de su terreno prevalecen las vacas, los caballos, un corral que está casi al pie del río, utensilios de campo y otras personas sencillas que, como él, han visto cómo la modernidad se les ha ido encima, bloque por bloque, metro por metro.
Vienen a decirme que ya no puedo sacar mi vacas a pastar… pero yo no les hago caso».
José Gorotiza, campesino de La Aurora
Trigueño, pelo ensortijado blanquinegro, de hablar pausado, de manos rústicas y uñas un poco sucias, Gorostiza señala que no le gusta hablar mucho del tema pues el Municipio lo molesta cada vez y cuando conque tiene que “urbanizarse”, pues la zona ya no es rural.
“Por aquí vienen a decirme que ya no puedo sacar mis vacas a pastar, que las tenga encerradas, que pueden interrumpir el tráfico, que dan mal olor a los vecinos, qué no más vendrán a decir cuando yo no estoy. Pero yo no les hago caso, con cumplir mis obligaciones y tener mis impuestos al día, no me pueden decir nada”.
Don José vive con su esposa (Lucila), dos hijas (Tania y Maritza) y un yerno (Rigoberto). Medio se molesta cuando recuerda que una hermana suya, seducida por el dinero, hace ya algunos años, vendió la parte de su herencia para que construyeran una gasolinera justo a la entrada de su casa.
“Todo esto era parte de una hacienda grande, que era de mi padre. Todavía usted puede ver la casa de hacienda aquí al lado, era igualita solo que ahora la hicieron de cemento desde que mi hermana le dio por vender su parte. Allí vivíamos de chicos toda la familia. Teníamos desmonte de arroz y vacas, siempre hubo vaquitas. Ahora ya solo me quedan unas cuantas para vivir de algo”.
Con su machete al cinto y las botas enlodadas, recuerda cuando la avenida León febres Cordero era un camino veranero por donde los finqueros sacaban a pastar miles de reses. Se iban “hasta Samborondón” en largas jornadas que duraban casi todo el día.
“De esa época solo nos queda el río y unas pocas montañas porque hasta eso se han llevado. Qué iba a haber pasos peatonales con ascensores, no señor… Lo cierto es que de aquí nadie me saca”.
Rigoberto, el yerno, que ha llegado de ordeñar las vacas, se niega a permitir que se hagan fotos del corral, de su casa y peor de ellos. “Vaya busque por otro lado, aquí no hay nada que tomar fotos” -dice-, mientras señala la vía de entrada. No hay cómo insistir. Con su silencio, don José apoya la negativa.
El desarrollo urbanístico de La Aurora incluye urbanizaciones que crecen hacia la montaña. Foto: Jorge Ampuero para Conexión Noticias Ec
UNA COMUNA MACONDIANA
Un caso especial fue el de la comuna Solfos, la cual, según sus propios moradores (familia Pinela), data desde antes de que el Ecuador se erigiera como país, de 1826, cuando Jorge Pinela se asentó por la zona. Ubicada cerca de la urbanización La Perla, con sus cerca de 200 moradores y 22 casas, se extinguió hace un año, aproximadamente, presionada por varios factores.
Sus actividades ancestrales, tales como la elaboración de ladrillos y carbón, además de la pesca, comenzaron a molestar a los propietarios de las ciudadelas vecinas. Estos hallaron en la exposición continua al humo, el motivo perfecto para pedir su reubicación.
Con el tiempo, también dejaron de pescar. Tuvieron que trabajar como albañiles, paradójicamente, en la construcción de las ciudadelas adyacentes, esas mismas que los fueron empujando hasta desaparecer.
Una nota de prensa (El Universo, octubre del 2014) indica que, en un primer momento, se los pensó reubicar en la urbanización municipal Mucho Lote 2. Sin embargo, tras su desaparición, no se sabe en dónde fueron reubicados ni cuánto recibieron como indemnización por sus terrenos de toda la vida.
De aquella comuna solo queda una pequeña gruta pintada de celeste y blanco en la que se adoraba a la Virgen María.
La Aurora mantiene rezagos de esa antigüedad que se resiste a morir. Foto: Jorge Ampuero para Conexión Noticias Ec
DAÑO COLATERAL
Bernabé Soledispa, morador de la ciudadela Villa del Rey, etapa Isabel, señala que no pocas veces se han encontrado culebras en los patios de la casas. También pájaros de todo tipo sobrevolando los techos y las paredes traseras que separan las casas. Es una demostración palmaria de que la zona fue territorio suyo mucho antes de que llegaran sus nuevos habitantes.
“Cuando veo, por ejemplo, a un gusano pachón atravesando la calle o por el portal de mi casa, lo dejo que siga su camino, porque él llegó primero que yo y que todos por aquí. Hay que respetarlo porque si anda por las calles es porque le hemos quitado su hábitat natural”, afirma Soledispa.
Un simple paneo visual permite apreciar que los cerros cercanos están perdiendo su población de árboles en forma acelerada debido, justamente, al avance de las construcciones. Estas no solamente necesitan espacios que ocupar sino también material pétreo para sus obras. Esto ha motivado la dispersión de algunas especies nativas.
En algunas urbanizaciones como Villa del Rey tienen por iniciativa ofrecer un árbol a cada nuevo propietario. Pero no todos los aceptan y no todos le dan el cuidado que se merecen. Incluso, un ceibo enorme, de cerca de 15 metros de altura, que se encontraba frente a la etapa Princesa Diana, ha sido derribado.
Andrea Fiallos hizo un voluntariado en una selva de Curitiba (Brasil). Luego fundó la Fundación para la protección de árboles La Iguana. Lidera la siembra de árboles en Guayaquil y sobre este tema ha dado conferencias auspiciada por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA).
Para ella, lo que pasa en La Aurora es terrible, porque “afecta directamente a nuestras vidas humanas. En esta zona hay un pequeño humedal, pero no existe la iniciativa de declararlo zona natural protegida; al contrario, la agresión va en aumento, se están destruyendo los eslabones del ecosistema”.
Fiallos califica a la expansión urbana como un gran enemigo, ya que afecta la calidad del suelo, del agua y del aire.
Un estudio de las Naciones Unidas reveló, en 2022, que por causa de la deforestación, se pierden, anualmente, diez mil millones de árboles. Si tomamos como referente que la Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda tres árboles como mínimo por cada persona, estamos ante un panorama crítico que parece irreversible.