¡Qué ganas de vivir!

¡Qué ganas de vivir!

2021/04/06 a las 2:27 AM 0 Por Jorge Ampuero V-especial para Conexión Noticias EC

Desde hace dos meses y unas horas las sandalias de doña Teresa (85 años) no van a ningún lado; permanecen, una encima de la otra, al pie de su dueña, quien yace en un catre de escuálido colchón aquejada de una cruel enfermedad cuyo plazo de vencimiento está próximo a cumplirse.  Al menos, es lo que le dijeron los médicos del Luis Vernaza, un curandero del barrio de poca monta y un pastor evangélico que le augura mejores días en brazos del Señor.

Pocos saben que, para ella, la esperanza no es lo último que se pierde; hay algo más, algo que intenta reflejarlo en sus palabras cortas, en su mirada como de otro tiempo, en su sonrisa de tres dientes, en esa forma de agarrarse fuerte -como si se fuera a caer- de las manos de quien la visita en su casa de tierra y caña solamente, a tres pasitos del estero -cerca de la 20 y El Oro-, donde la ciudad se ahoga con los atardeceres, predominan los techos oxidados y el olor recurrente a marihuana acompaña al de la carne frita.

Según dicen quienes la han visto -desde la ventana nada más, porque es peligroso acercarse, uno nunca sabe-, pasa rodeada de fotos viejas -algunas rotas, otras totalmente borradas-, frascos con pastillas de todos los colores, cajitas de mentol, un vaso con agua que, de rato en rato, hay que llenar y algunos recuerdos puestos en su corazón en orden de importancia. Cosas que solo ella sabe y por las que nadie pregunta.

UN PERRO QUE ESCARBA LA TIERRA

Doña Teresa -oriunda de Vinces y una de las más de 320.000 contagiadas de covid 19 en el país– se ha ido quedando sola, como un árbol sin hojas que se aferra a la tierra porque cree, está convencida, de que aún no es hora de que nadie la llore, así sean unos pocos; cree que su mal es pasajero, algo doloroso, pero que pronto se irá. Puede ser mañana mismo o el domingo.

«Mi mamá dice que cuando un perro se pone a escarbar la tierra es porque alguien se va a morir y yo ni he visto ni escuchado nada…Todo mundo sabe eso», comenta la mujer, animada levemente por una creencia de esas que ya nadie cree, de esas que solo en boca de una madre -aunque haya muerto hace más de medio siglo- parecen verdaderas.

FOTOS: Referenciales Internet

A ratos se queda dormida con la boca entreabierta –le falta el aire y no hay para tanques de oxígeno ni nada-, las manos disecadas sobre el pecho inexistente, a merced de una soledad madura a la que ya está acostumbrada o a la que la acostumbraron los últimos parientes en saber de ella. Parece que se ha ido, que se le terminó el dolor, que se transformó en recuerdo de unos pocos, pero luego de un rato pregunta por la pastilla que le toca tomar, sí, esa misma, la azulita, tan grande como un pedazo de tiza a medio consumir.

RECUERDOS DE NIÑEZ

Entonces Julia, la hija quinceañera del vecino que vende pescado en la Caraguay, se encarga de ella con prontitud y cariño. Claro, cómo no la va a querer si en su mesa, cuando era chiquita, iba a degustar el arroz con menestra de doña Teresa y se regresaba a su casa con la barriga llena y el corazón más lleno aún. Hasta le dan ganas de sacarse la mascarilla y darle un beso en esa frente agrietada y encogida, tantas veces besada en otros tiempos.

Poco antes de dormirse hasta el otro día, doña Teresa le recuerda a Julia, como si fuera una advertencia, que en el último cajón de la cómoda hay unas cositas para ella, para cuando se quede dormida para siempre y la pastilla de las ocho, esa que no le quita ya ningún dolor, sea la última de todas.

«Gracias, madrina, yo sé que todo lo que hay allí es mío«, dice la chica como si se tratara de una gran herencia que la sacará de esa pobreza que la tiene con el mismo colchón desde hace diez años.

Sí, Julia quisiera saber que hay allí dentro, qué guarda ese cajón café del que sobresale un trapito rojo, pero abrirlo sería como hacer que doña Teresa se muriese, casi como matarla, y ella no quiere eso, no quiere que se vaya, aunque el cajón, el último cajón, siga cerrado para siempre.

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